No volvamos a los mitos

Reiteramos la necesidad de aplicar el principio de proporcionalidad y de introducir mecanismos de evaluación y corrección que permitan adaptar las normas a la realidad biológica y socioeconómica de cada pesquería.

La gamba roja de Almería, la blanca de Málaga, la quisquilla de Motril, el salmonete, el gallo o la cigala, que han llegado a las lonjas y seguramente hasta tu mesa desde el Mediterráneo, y con toda normalidad, puede que acaben convirtiéndose en productos de lujo al alcance, como siempre, de sólo unos pocos. No es que no haya pescadores con ganas de pescar y de vivir de un oficio, en muchas ocasiones practicado desde hace varias generaciones, sino que tras cinco años faenando en un entorno regulatorio cada vez más restrictivo debido al Plan de Gestión del Mediterráneo, la flota comienza a tambalearse.

Pero antes de seguir déjenme hacer una declaración de intenciones: los pescadores del Mediterráneo somos los primeros interesados en que la situación de este precioso mar se enderece y también hemos sido los primeros en adoptar las medidas necesarias para, en lo que a nosotros nos concierne, contribuir a esa normalidad.

De hecho, durante este último lustro los pescadores del Mediterráneo hemos asumido una transformación de nuestra actividad, que ha pasado por adaptar nuestras artes, cambiar nuestras rutinas de trabajo o limitar nuestros días de faena. Lo hemos hecho con responsabilidad y convicción, conscientes de que, por encima de todo, queremos unos ecosistemas marinos en buen estado. De hecho, la flota de arrastre de fondo andaluza, verdadera columna vertebral del sector, ha contribuido como pocas al cumplimiento del Plan Plurianual del Mediterráneo Occidental, adoptado en 2019.

Ese plan, en vigor desde 2020, ha supuesto la reducción acumulada del 40% de los días de pesca, el cierre de zonas, la implementación de vedas y, desde 2025, el uso obligatorio de copos de 45 y 50 milímetros. A esto se suma una reciente disminución del 79% de la actividad, mitigada solo parcialmente por el cambio en las redes, una medida que ha tenido un altísimo coste económico: más de 2.000 copos renovados por barco, con inversiones de entre 3.500 y 7.000 euros por unidad. A día de hoy, las embarcaciones que operan con estas redes ya constatan una caída de capturas que oscila entre el 20% y el 30% en especies tan relevantes como la gamba roja y la blanca.

Ante este escenario, el sector pesquero pide comprensión, respeto, equilibrio y justicia. Pero, más allá de ello, rigor científico. Los pescadores del Mediterráneo reclaman que, antes de imponer nuevas restricciones, se realice una evaluación científica exhaustiva del impacto real que han tenido las medidas aplicadas desde 2020. ¿Se han recuperado las poblaciones objetivo? ¿Ha mejorado el estado del ecosistema? La ciencia debe ser el pilar de cualquier política pesquera, y el sector no solo lo acepta, sino que lo exige.

Y necesitamos esta reflexión porque desde Bruselas se han venido tomando decisiones sin que existan, a nuestro juicio, datos consolidados sobre los efectos de las normativas ya adoptadas. A esto se suma la creciente frustración por la sensación de agravio comparativo: mientras se imponen sacrificios a las flotas europeas, los mercados siguen recibiendo productos de terceros países que no están sujetos a los mismos estándares de sostenibilidad, ni en origen ni en control.

Por otro lado, el Mediterráneo está sometido a presiones que van mucho más allá de la pesca. La pérdida de hábitats costeros, el incremento de la contaminación –especialmente por plásticos y vertidos urbanos–, el tráfico marítimo intensivo o el calentamiento global están teniendo un impacto profundo y cada vez más documentado sobre los recursos marinos. Si se desea realmente proteger este mar, es imprescindible ampliar el foco de actuación. De lo contrario, solo se estará actuando sobre una parte del problema, con el riesgo de criminalizar al sector pesquero sin motivo.

La pesca de arrastre ha sido históricamente una de las más reguladas, fiscalizadas y tecnológicamente adaptadas del ámbito comunitario. Se han introducido puertas voladoras, se han limitado las zonas de faena, se han acotado los tiempos de actividad y se han promovido mejoras en la selectividad. Todo
ello con el esfuerzo directo de los armadores y las tripulaciones. El resultado ha sido una modernización acelerada, pero también una caída en la rentabilidad de muchas empresas que amenaza con desmantelar el tejido económico de numerosas comunidades costeras.

Hoy, los pescadores del Mediterráneo no piden volver al pasado, ni eludir sus responsabilidades. Lo que reclaman es que se reconozca su implicación en la sostenibilidad y se les permita seguir trabajando. Necesitan seguridad jurídica, agilidad en la gestión de fondos, apoyo para mantener su actividad y un marco normativo que no les asfixie sin ofrecer certezas a cambio.

Reiteramos, por tanto, la necesidad de aplicar el principio de proporcionalidad y de introducir mecanismos de evaluación y corrección que permitan adaptar las normas a la realidad biológica y socioeconómica de cada pesquería. No podemos seguir construyendo política pesquera desde los despachos, sin contrastar con quienes faenan en el mar cada día. Es el momento de reconocer la pesca de arrastre del Mediterráneo como actividad estratégica que garantiza la seguridad alimentaria, el bienestar de los ciudadanos y la estabilidad y el desarrollo de las comunidades pesqueras.

De no ser así volveremos al viejo Mare Nostrum, pero a ese que se reflejaba en los antiguos mapas del siglo XII y XIII repletos de leyendas, de mitologías, de serpientes ondulantes y de calamares gigantes que emergían desde las profundidades para devorar los barcos. Tenemos ciencia, y también conciencia, tenemos
conocimiento y excelentes profesionales con capacidad de diálogo y sentido común, así que no volvamos a las brumas y a las brujas, 17.000 familias pueden acabar en las hogueras.

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